lunes, 9 de diciembre de 2019

OCTUBRE



Dejé que me escupieras 
donde me encontraste herida, 
con mis piernas en la tierra  
y el fuego, 
mi cuerpo cogerías como alma en celo
mi fortaleza 
y el tiempo. 

Y ahora mi cara está disuelta,  es una nube.
Mi huella turbia
imagen tuya, 
pidiendo benevolencia,  
y el cigarrillo
sin substancia, sin alero,  
el dominio del verdugo,
tu acento.
Pero no creí que pudieras fingir tal idolatría,  
flores trasegadas,
en un yate rojo, color de  agonía,  
dejaste las cosas así. 

Quedamos enredados

a la raíz  de esas plantas, 
y vienes ahora, a sujetarte de  mi mano 
con hambre y sed.
Sin nada que pueda creer.

Te besaré
cuando una rana deshaga su magia
y salte al infinito.

Quemada su barbilla detuvo una palabra
que ejecutó en su vida como una niña
dejando que estilara su razón vieja,
que iniciara la comunión,  porque  la tierra es santa.

Salió de las monjas,  renegó la libertad de las que sienten
que se vengan,  
que su pie benigno
ordenó en  pesadillas,
no pasar los hijos,  hacer un cambio de colores,
y mandatos,
la alegoría de la historia que no quiso contar.



Una vez salí de la oficina dispuesta a renunciar a todas 
las salidas de madre.
Dejé el cofre vacío.
Una argolla suelta, 
un desvarío
que sangraba como un vello blanco en mi pubis.
Un aborto de noche,   
una cometa en la cama, 
un reguero de pólvora que limpié sin decir 
a nadie
que el tímpano agrede el conocimiento,

desde la calle oí pasos inmensos,
pero cerré los ojos,  y lamí el dulce con ganas,
para mantenerme a raya,  
que el umbilical pareciera entristecer 
el plato que me sirvo.


Te haré llorar.
Mucha gracia entre nosotros.
Los dos nos arrancamos de aquel 
que apuntó a nuestros ojos con saña, 
y tú les dijiste tu nombre,
y yo,  mi edad.

Entonces corrimos,  
y una sombría escala nos llamó, 
con sus notas de peldaños y  luz lúgubre,
eran demasiados los caídos,
los atolondrados que no sabían leer,  
pero confundieron palabras a nuestro favor,
esa bella noche, 
condenándonos desnudos con el tibio candor
adolescente de mi cintura,
a seguir por la cuneta, 
hacia el río,  
hacia la jarcias de aquella embarcación 
por entre esos árboles magníficos,
antes que nos mataran. 

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DAVID FERNANDO DUKE - PINTOR SALVADOREÑO

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