La náusea se calma cuando los gallos cantan
en la alborada roja de los recuerdos
sumergidos en la cabeza,
que se hunde cada noche
cansada,
en los sueños interminables.
La hierba rala
que cosquillea en la suela,
enerva ese punteo del agua sobre el canal,
y el galope de unos caballos que pasan
me vuelven a la sorna pasada.
Tú y yo hemos dejado nuestros ojos
narices y labios
sobre la hierba,
rebrotando fresca en el paisaje con su leyenda
eternamente.
Mirándonos murmurándonos incoherencias
el sol se calienta en nuestra piel.
Copas rotas, vidrios y etiquetas,
libros deshojados amarillean hace tiempo.
El amargo sorbo enmudeció
en las comisuras locuaces de esos ecos
y me entrega este atroz abatimiento
que me trae de
rodillas a esta piedra.
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