Era muy linda. Caminaba al compás de su falda, sus caderas se mecían y yo imaginaba lo que todos ellos también se imaginan cada mañana, descansados y jóvenes como el cielo que recién aclara. Sus suaves nalgas rozando mis muslos, le acaricié sus brazos que ella levantó hasta mi cuello, pensando que podía acercarla frenéticamente a mí cuerpo, la empujaba, le mordía la oreja, le tiraba suavemente su pelo y comenzaba a moverse, yo contenía mi temblor, ansiaba entrar en su piel, pero así deseaba este rumbo sin fin. ¿ Después qué? Comprendería al fin y al cabo, que nunca quise yo estar a solas con ella. Cuando en el colegio las monjas me tomaban, yo pensaba mal, me tocaban y me hablaban bajito, para que yo pensara en la virgen, y yo amaba, ciertamente a la virgen, todo dió un vuelco en mí, en ese encierro entre los árboles mientras la lluvia evitaba abalanzas y la intimidad invitaba a unirnos solitariamente y nadie decía nada, y yo tampoco, sólo cuando mi corazón dolía al no poder decirle cuánto la amaba, salí encadenada, para nunca más volver, no era necesario, la lluvia sigue mojándome y cada deseo me parece equívoco, y yo no debo decir nada más.
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