Recordaré tu pequeña
senda,
tu ciudad, tus
vituallas, tu desmesurado oficio,
los años como alfarero,
tus manos lavadas en las
fuentes,
y así,
y así,
los objetos a los pies
de tu cama, tu sombrero viejo.
Todo reza como la
sombra doblada en los densos espectros
que te han acompañado
con su oficio inevitable.
Tu ausencia tendrá los
díscolos arrullos detrás de los laureles
que se aroman en la
noche arrinconada del convicto,
allá en la grisura azul
que te contenta, que te resigna
como una paloma que se quedó en el alero con su monótono
diálogo y estira las
cortinas hacia la imaginación de sus cantos.
Espérame, precia la
hierba húmeda que abandonaste
lúcido y confiésame
quién es tu madre, quién cogió tu frente
hacia el mismo sitio.
Hay una actitud
solitaria y áspera
que canta el instrumento quemado,
que canta el instrumento quemado,
quien designa el recogimiento
interior de las piedras,
qué lamento qué ocurrencia,
discípulas por la
eternidad, por los caminos urgentes.
Pródiga luz en lo
oscuro, hambre en la abundancia,
y no puedes nutrir la célula porque tus párpados han desistido
de cerrar la imagen que
ahora cierra el vocablo y
te duermes con la
sensación designada a la inmortalidad
de los horizontes
errados,
errados irremisiblemente.
errados irremisiblemente.
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