He vuelto a la batahola de un país en llamas en el que
nací y mi porvenir creció hasta donde pudo, y fuimos tantos, los ilusionados
que encendimos los ojos en la luz. Fuimos padres y madres, no nos volcamos a la
piedad, pues quisimos solamente darnos al fruto derribado en los bolsillos. Nos
hemos amado, nos juntamos en la levedad de este tiempo, y los murmullos siguen
por la carretera, hasta nuestro hogar, y las ventanas se han abierto como el
pecho nuestro, sobre las palabras, y alredor de la mesa donde conversamos
originalmente.
Esta tarde gris en que los perros ladran como siempre en
la húmeda calle, salgo a mirar cómo está la vereda, para caminar a paso rápido
por cada casa cerrada, esperando que salgan vecinos a preguntar por el día.
El frío yergue aquí su único cuadro. El café se me enfría. La ventana está
cerrada, pero los niños se han ido. La abriré para que entre la luz de los
edificios, allí está la vida de los demás.
Le dije que lo iba a esperar. Que me limpiaría la boca
con el pañuelo. Y qué hiciste cuándo el autobús se detuvo y yo bajé, al
sostenerme en tu mano, supe que nunca hablaríamos de nosotros.
Yo nací en Arica.
Primera ciudad en el mapa de Chile, luego de la Línea de la Concordia, espacio fronterizo de nuestro país con
Perú. Nací un 27 de febrero de 1955. Mi
padre llegó a trabajar desde Valparaíso a la compañía de telegrafía The Cable
West Coast, y mi madre llegó desde Iquique a ejercer su profesión de profesora
normalista egresada de la Normal de La Serena. Se casaron en octubre de 1951 y
vivieron en la calle Colón.
Lo que recuerdo de
Arica es lo que me contaban mis padres.
Los pasos en el
desierto los cuento de charol, mis calcetincitos blancos, dobladitos con esmero
y gracia bajo mis piernas siempre descubiertas, mis piernas morenas inquietísimas
bañadas por el aire salino y el polvo de las veredas.
1 comentario:
A veces me pierdo pero siempre vuelvo. Un abrazo fuerte, querida Ana Rosa. Y felicitaciones máximas por tu incansable labor creativa.
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