martes, 9 de agosto de 2011




En el trasiego de la ciudad concurre cada mañana  a cumplir sus labores diarias.  En la tarde vuelve fatigado y sin optimismo a su casa,   anhela cambios,  lugares nuevos,  gestos amistosos, pero no es así.  Sabe que nada de lo que sueña será realizable,  se hace enemigo de su memoria y su imaginación, pues esta  lo traiciona como si ángeles se burlaran de él mostrándole brillantes caminos.    Envejece,  lo sabe,  y reflexiona con afán sobre sus proyectos, culpa a un destino, quizás a un dios, pero  el no quiere morir.  Está cansado de estar rodeado  de carencias  y actitudes exigentes.   Se ha paseado en  los moles,  en supermercados, las  tiendas  y allí se anima, recupera la confianza y su optimismo, obnubila  su existencia, pero al volver a su habitación vuelve a sumergirse en su soledad hasta la hora de dormir.

En la madrugada los ángeles bendicen  su casa
recogen  monedas buceando  el pavimento.
Se sienta  a esperarlos
como quien quiere ver pasar  sin vida a su enemigo.


Sus cabellos desaparecieron de su frente,
su seño acerca a los escritos que traduce
cada signo varias veces,
sus yemas van hundiéndose en su cuello:

¡dime en qué punto del riel puedo detenerme
y juntar mis trozos¡

quiero tocar con mi frente el cielo,

aun se arrugue y traduzca
hasta el aullido final
mudos signos.


los fonemas se confunden
son impertérritos decoros que sueltan los pájaros
de sus amargos intestinos,

trinan rebaten entre zócalos
y escapan.
¡Yo quiero tener alas, tenerlas
y me deshaga el paladar a gritos¡

****

Prefiere no mirar rostros modulando en la oscuridad
con  ceniza en la laringe
arrimado a las puertas de una cárcel.

Los perros de la ciudad resguardan sus colas.

Él se inclina,
él se anima,
se obnubila,
entrando a los escaparates
se ha resignado.

Su oído es el  radar de los que duermen y se doblan hacia
ensueños y a su  pan,
porque los que oyen himnos celestiales,
los que avanzan lúcidos en el trasiego,
han apagado la llama para no quemarse los labios.
Se vanagloria solo,
de sus sueños,
de su acierto y su vigor.

Luego, al caer la luz despejando toda duda,
sus ideas lo entrelazan con ansiedad en las noches
y  se tornan más negras
que su  estómago,
en esta,   - su ciudad –
farfulla,
se duerme
con la tibieza del que conversa
de horizontes que nunca navegó.

II


De frente a la  neblina esforcé mis ojos para verte y te alcancé: toqué tu silueta desvalida, palpé tu barbilla,  rocé tu mano alzada al cielo que agitaba sus  señas a unos ojos.  Me pediste apenas una sombra cubrirte con ella, mientras me asfixiaba de todas.

En una guerra
de piedras mis hombros se encogieron
y los niños corrieron entre abejas.
Fue difícil ofrecerte mi hospitalaria mano
en los paisajes agrestes
con mi sonrisa
fuera de lugar.

Dime si lloran esos ojos
o son peces
confundiendo a las eras
del profundo mar
buscando antiguas quejas.


III

La calma de una tarde
es un valle sin entierros,
cuando es prolongado el silencio largo canta el gallo antiguo,
y nos sumimos en la melancolía de un lejano solaz,
y damos gritos,
pataleamos
buscando el nervio.

Que otros quieran encender  la llama que yo apago,
inerte,
fatigada
como un bulto,

En  habitaciones imagino estar
con las camas hechas,
sábanas limpias,
y yo sin voluntad.

Cada tarde es una perspectiva de partir mañana
hasta donde el sol rompe el horizonte,
y la vida disminuye el aire en las células

y otro día más
de incertidumbres.

IV

Como un águila que soslaya cuánta jauría
me tendí en la hierba que no palpé
por si hubiera sangre fresca.

Rompí mis alas en la piedra
y un zumo goteando
me adormece,

la pancarta  cae,

esos años bestias
arañándonos de cuajo
a  mi viejo hermano
que no ha dado el agua
ni su voz es paz en su hora de muerte.

Enlacé cada flor a mis dedos,
mientras el ladrido a lo lejos
sin Quijote ni Sancho diera señales
de ventajas
ni serenos cuerdos.

Llegué, partí, volví,
puse cada  cuerpo  con su cruz
rige, roja luz en rejas rajadas
el viento con la lluvia desfilando
a la cárcava
sin puñado final.








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DAVID FERNANDO DUKE - PINTOR SALVADOREÑO

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